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viernes, 14 de noviembre de 2014

El autor y los libros

La condesa de Noailles vendiendo algunas de sus obras literarias

Wenceslao Fernández Flórez (1885 - 1964), escritor y periodista español, ganador del Premio Nacional de Literatura en 1926, publicaba en la revista Blanco y Negro, número 1893, del 4 de septiembre 1927, un artículo donde expone sus observaciones y su opinión sobre el papel del autor en la venta de sus libros. 

Desde aquella  época, parece que los cambios han sido muy acelerados, en todos los aspectos…


EL AUTOR Y LOS LIBROS 

por W. Fernández- Flórez


El literato Maurice Renard

En este artículo, las fotografías que lo ilustran tienen carácter de prueba. Sin ellas, acaso una gran parte del público español no podría creer que en Francia—a la que se toma por modelo en tantas y tantas cuestiones—autores muy ilustres no tienen reparo en colocarse tras el mostrador de una librería para vender sus propios libros. Surge en seguida la pregunta: ¿Se podría realizar lo mismo en España?
Hace dos o tres años, un amigo, al regreso de su viaje a París, me contó que, habiéndose detenido ante el escaparate de una librería, en el que estaba expuesta la obra, recién aparecida, de un famoso literato, fué interpelado por el librero, que salió de su tienda para decirle cortésmente: —¿Le interesa a usted esa obra, señor?
El autor está en mi establecimiento y firmaría el ejemplar que usted comprase.
Mi amigo, más por curiosidad que por devoción al libro, aceptó el ofrecimiento. Entró. Un caballero, el autor, le saludó con una amable sonrisa, le preguntó su nombre, para escribirlo en una de las primeras páginas, y firmó debajo. Por este autógrafo visto ordeñar le cobraron al comprador tres francos de sobreprecio.
No creo que tales costumbres puedan ser imitadas nunca en nuestro país. Por mi parte, sería incapaz de situarme detrás del mostrador de un librero como una perdiz enjaulada para servir de reclamo. Me agrada que mis libros se vendan, pero nada hay que me ruborice más que presenciar la compra dé uno de ellos. En aquel instante nace en mi un sentimiento demasiado complejo para que pueda acertar a explicarlo: es una mezcla de gratitud y de piedad hacia el comprador. Querría que se llevase el libro sin tener que dar las cinco pesetas. Uno de mis editores, que era a la vez librero, estaba dominado por la manía—bien intencionada, pero azorante—de presentarme a su clientela. Cierta vez entró un grupo de muchachas, bajo la tutela de su señora de compañía, y adquirieron no sé cuál de mis novelas. Presentación. Cumplidos. Una de las señoritas sacó un duro. Tuve la misma sensación molesta que si me hubiese pagado un paquete de cigarrillos.
—No cobre usted—rogué a mi editor.
—Sí, sí—insistió la señorita.
—No, no—gruñí.
—En fin, acepto este ejemplar, pero pagaré el de otra novela...
—También se lo regalo.
Lucha de cortesías. Terminé regalando una colección a cada persona del grupo, incluso a la señora de compañía, a pesar de que aseguró que no sabía lo que podía hacer con tanto libro. Mi editor, que era verdaderamente el único que salía perdiendo, luchaba entre el deseo de expulsarme y el ansia de echarse a llorar. Desde aquel día, cuando entraba un comprador me empujaba para la trastienda.
Yo creo que a todos los autores españoles les sucede algo parecido. Nadie en el mundo, en ningún orden de actividades, se preocupa menos que ellos de sus intereses. Si alguna prueba incontestable puede ofrecerse, es lo ocurrido en el reciente Congreso del Libro, donde no se ha oído la voz de ningún novelista, ni de los que venden poco, ni de los que cuentan por docenas de miles los ejemplares a los que dan salida cada año.
El Congreso del Libro fué un diálogo entre editores y libreros acerca de asuntos que sólo a ellos interesaban.
No hubo un solo autor que apareciese para defender sus derechos, bien necesitados de protección.

La viuda de Catulle Mendes

Pero aunque en España se decidiesen los autores a imitar a sus colegas de Francia, no encontrarían muchos libreros que fuesen, como el que abordó a mi amigo, a la caza del transeúnte. Salvo unas cuantas excepciones—no sólo referidas a Madrid, porque también en provincias hay algunos libreros competentísimos—, el vendedor de libros en España es un hombre que desconoce su mercancía, que no la sabe trabajar, que cree que una novela tiene, como un periódico, un breve plazo de actualidad para la venta, y no repite un cedido sino cuando el cliente se lo ha hecho ya en firme. Del librero español es la principal culpa de que nuestras ediciones sean minúsculas. Después—ya lo he dicho en otras ocasiones, pero nunca se repetirá suficientemente—, la máxima responsabilidad corresponde a la timidez con que anuncia y propaga los libros el editor. Esto nadie lo ha expresado mejor que Azorín, en aquel diálogo en que un editor confiesa a un amigo, a vuelta de grandes precauciones y para probarle su estimación, un grande, un profundo secreto: el de que acaba de hacer imprimir una obra literaria.

W. Fernández-Florez.
(FOTOS MARIN)
Revista Blanco y Negro, Madrid, 4 de Septiempre 1927

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